
Para los sobrevivientes de los campos de concentración nazis, el fin de la
Segunda Guerra Mundial y la Liberación no fueron tiempos de un júbilo no
presagiado. De hecho, la finalización de la guerra creó su propia serie de
desafíos. Los que se habían alzado por encima de todas las probabilidades se
encontraron de repente solos, despojados de cada uno de los últimos miembros de
sus familias. La idea de reconstruir sus vidas era desalentadora, ya que
estaban debilitados y frágiles no sólo en cuerpo sino también en espíritu.
Howard Kleinberg no era una excepción.
Era la primavera de 1945 y Howard yacía entre los cadáveres de los campos
de Bergen-Belsen de Alemania. El joven de dieciocho años ya no tenía más las
fuerzas para hacer frente al tifus que sofocaba todo su ser. Preferiría la
muerte a este miserable estado, pensaba para sí. Apenas capaz de arrastrarse,
se tendió en el suelo, rogando a su Hacedor que lo liberara de su miseria.
De la nada, aparecieron tres mujeres. La más joven era una muchacha de tan
sólo dieciséis años. Observó a Howard con una mirada resuelta. Era él un mero
esqueleto, pero había en sus ojos un destello de vitalidad.
—Me lo llevaré —les dijo a las otras—. Lo salvaré.
—Me lo llevaré —les dijo a las otras—. Lo salvaré.
—Es demasiado tarde. Está más muerto que vivo —replicaron las mayores.
—Pero tiene los ojos abiertos —afirmó la adolescente, persistiendo—.
Todavía no está muerto.
De algún modo, las mujeres se las arreglaron para llevar a Howard a los
barracones. Estaba tan debilitado que lo único que podía hacer era dormir. No
dejaba de cobrar y perder la conciencia durante días. Apenas podía hablar. Pero
la joven nunca se rindió. Le daba en la boca todo bocado de comida que pudiera
encontrar. La comida entraba y salía. Y la joven se inclinaba apoyándose en
manos y rodillas para limpiarlo. En un momento Howard despertó sobresaltado.
—Necesito un doctor —anunció, consciente de lo enfermo que estaba. Pero no
había ningún doctor.
—No te preocupes… yo te salvaré —dijo la dulce joven, tratando de
serenarlo. Volvió a quedarse dormido.
Después de tres semanas de este estado nebuloso, Howard sintió retornar un
atisbo de fuerza. Abrió los ojos. No había nadie en los barracones.
Dónde estaban las mujeres, en especial la joven que lo había salvado? ¿Las
habían obligado a irse? ¿Se habían ido por cuenta propia? No podía creer que,
después de todo lo que habían hecho, sencillamente lo abandonaran y
desaparecieran. Pero los barracones estaban desiertos y él sabía que si había
de sobrevivir necesitaría del cuidado de un médico. Y, así, corrió el riesgo.
Cayó rodando de su litera y, incapaz de caminar, se arrastró por los campos,
avanzando lentamente hacia el medio del camino.
Una vez allí, se tendió. O bien esta cruel vida llegaría de una vez por
todas a su fin o bien, quizá, tan sólo quizá, alguien lo encontraría.
Al cabo de unos minutos lo avistó un vehículo militar británico.
Lo recogieron y lo llevaron sin demora a un hospital, donde pasó seis meses bajo cuidados intensivos.
Lo recogieron y lo llevaron sin demora a un hospital, donde pasó seis meses bajo cuidados intensivos.
Cuando se restableció, Howard regresó a Bergen-Belsen en busca de la joven
que le había salvado la vida. Pero, por supuesto, se había ido hacía mucho y el
campo estaba ahora desolado, liberado meses atrás. Howard se sintió abatido.
Necesitaba encontrar a la joven, agradecerle, quizá pagarle de alguna forma
especial, pero ahora dudaba de poder alguna vez hacerlo. Eran momentos de
agitación; si perdías a alguien de vista, había probabilidades de que nunca
volvieras a verlo o a verla. Lo único que le había quedado de esta joven era su
nombre: Nejama Baum.
Hija única, Nejama Baum —o Naju, como la llamaban— era de cabellos rubios y
espíritu resuelto. Creció haciendo las veces de una segunda «mamá» para sus
cinco hermanos varones. Antes de ir a Bergen-Belsen, Naju había estado en
Auschwitz, donde arriesgó repetidamente la vida pasando cigarrillos de
contrabando. Los vendía en el mercado negro por algunos sorbos de sopa para
darle de comer a una amiga enferma. Compartía todo bocado de pan en el que
pudiera poner las manos con su tía, Toby, que dormía junto a ella en los mismos
barracones de madera.
Una vez, al pasarle a su amiga una lata de sopa por el alambre de púas, las
manos de Naju rozaron la cerca y cayó al suelo, electrocutada. Unas jóvenes se
acercaron corriendo a su lado y la reanimaron. El incidente no la desalentó.
Siguió arriesgando su vida, tratando de salvarse a sí misma y a otros. Mientras
los rusos se acercaban a Auschwitz, los nazis sacaban de los campos de muerte a
los judíos que quedaban con vida para transportarlos en la marcha de la muerte.
Naju le pasó al kapo, el prisionero a cargo de los internos, un paquete de
cigarrillos a cambio de una garantía de que no la separarían de su tía.
Caminaron tres días seguidos bajo el sol del enero septentrional, sin comida ni
descanso. En cierto momento su tía sufrió un colapso y se negó a proseguir.
—Nos matarán —le suplicó Naju a su tía.
—Entonces moriré —dijo Toby, resignada a su destino.
Naju no permitiría que aquello sucediera. Débil como estaba, levantó a su
tía y siguió caminando. Aquella noche, los alemanes les permitieron finalmente
descansar unas horas en un granero. Al día siguiente, estaban rumbo a
Bergen-Belsen. Allí no había crematorio, pero el campo era no obstante una
pesadilla.
El 15 de abril de 1945 Bergen-Belsen fue liberado. Fue para Naju una
ocasión jubilosa, pero aquella alegría no duró mucho. El conocimiento de que
nunca volvería a ver a sus padres le rasgaba el corazón. Había cadáveres
dondequiera que mirara. Sin embargo, Naju trató de permanecer optimista. Con la
ayuda de unas amigas, tomó control de un cuartel que habían dejado los alemanes
en su rápida huida. Había dos literas de cada lado y una pequeña estufa en
medio de la habitación. Era un palacio comparado con los galpones hacinados en
los que habían vivido antes.
Fue entonces que Naju avistó a Howard Kleinberg yaciendo en los campos que
rodeaban Bergen-Belsen, prácticamente muerto. Estaba en la búsqueda de su amado
hermano, tratando de encontrarlo entre los montículos de cadáveres, cuando vio
que uno de ellos se movía. Al acercarse, reconoció que el cuerpo esquelético
pertenecía a un muchacho de su propio pueblo, un conocido de su hermano.
Insistió en salvarlo, a pesar de los recelos de su tía y otra mujer que las
acompañaba. Si lo salvo, tal vez otra persona salve a mi hermano, pensaba con
esperanzas.
Naju le cedió su cama a Howard y se pasó a la litera de arriba con su tía y
otras dos jóvenes. Lo cuidó durante tres semanas. Entonces, un día, cuando
regresó de su salida diaria en busca de comida, él se había ido. Estaba
decepcionada, incluso enojada. ¿Qué le había sucedido al joven?, se preguntaba
ella. ¿Irse así, sin siquiera despedirse?
La supervivencia del día a día le impidió quedarse con estas preguntas
demasiado tiempo. Después de enviarle cartas a un tío de Israel, que no
tuvieron respuesta, recibió noticias de su prima Yetta de Toronto. «Querida
niña… hay una habitación que te está esperando ». Naju se sentía rebosante de
júbilo. En junio de 1947 se embarcó en un contingente infantil hacia los
Estados Unidos. Pasó varias semanas en Buffalo, Nueva York, donde vivió con
otros parientes, a la espera de una visa para Toronto. Un mes después, llegó a
Toronto, al hogar de Yetta e Izzy Horenfeld, una pareja sin hijos que la adoptó
como su propia hija.
Las noticias de la llegada de Nejama Baum se propagaron rápidamente por
toda la unida comunidad judía de Toronto. Si bien hoy Toronto es una gran
metrópolis con una población judía numerosa y próspera, en los años inmediatos
a la posguerra los judíos vivían en una sola manzana y estaban todos al tanto
de la vida de los demás. Y las noticias de jóvenes sobrevivientes recién
llegados eran una primicia especialmente agradable.
Casi de inmediato, la agalluda muchacha se ganó un grupo de admiradores. Se
volvió pronto muy popular: en especial entre los hombres jóvenes. Sin que Naju
lo supiera, su llegada fue una noticia especialmente emocionante para un joven
sobreviviente: Howard Kleinberg, el muchacho al que ella había salvado, aquel
del que ella se había prácticamente olvidado. Resultaba haber llegado a Toronto
unos meses antes para vivir con unos parientes. Y él nunca la había olvidado.
Después de registrar todo el mundo en busca de su «ángel», Howard no podía
creer la buena suerte de finalmente encontrarla. Si tan sólo pudiera armarse
del coraje para acercarse a ella…
Unos días después de que Naju (o Nancy, como la conocían ahora) llegara a
la ciudad, un inesperado visitante tocó nerviosamente el timbre de su puerta.
Era Howard Kleinberg, con las manos húmedas y los miembros agitados. Había
arrastrado a su hermana consigo, como para que le reforzara la confianza.
Mientras Naju permanecía de pie en la entrada, Howard la miraba boquiabierto y
se quedó sin palabras. Era tan hermosa como la recordaba, quizá aun más. A lo
largo de los meses había pensado constantemente en ella, lleno de remordimiento
por no haber tenido la oportunidad de agradecerle por rescatarlo de las
cenizas.
Pero allí estaba la joven, justo frente a él: alguna coincidencia cósmica que
la había llevado, de todos los otros sitios posibles, a Toronto, cuando había
en el mundo tantos otros lugares a los que habían ido los sobrevivientes.
Le entregó un ramillete y dijo con voz ronca:
—Hola… me llamo Howard Kleinberg. ¿Te acuerdas de mí?
Epílogo: Howard y Naju (Nancy) Kleinberg celebraron recientemente su aniversario de bodas número cincuenta y siete. Han sido bendecidos con tres hijos, una hija y once nietos.
«Era bashert» —dice Nancy Kleinberg, invocando la palabra hebrea que
significa «destinado».
Los Sabios nos dicen que un zivug (alma gemela) se determina en el
cielo cuarenta días antes del nacimiento de una persona. Para los Kleinberg, ni
siquiera los horrores del Holocausto pudieron impedir aquella unión. Los
Kleinberg son una prueba concluyente de que en medio de la oscuridad pueden
brillar el amor y la compasión enviando rayos de sanación para iluminar hasta
la más desgarradora de las circunstancias.
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Autoras: Yitta Halberstam y Judith Leventhal