Jerusalem: Espacio geográfico,
esperanza (meta) física
Reencontrarse con Jerusalem, caminar por sus calles y ser testigo de su singular dinámica, siempre ha sido una experiencia que me ha llenado de alegría. He tenido el gusto y el honor de vivir en la ciudad, de vivir la ciudad, y cada vez que vuelvo la sensación que me alberga es sumamente indescriptible. Y quizá lo mío suene descabellado para varios, pero confío en que más de uno entenderá de lo que estoy hablando.
Jerusalem es una ciudad en donde el espacio geográfico y las proyecciones simbólicas se funden y entrelazan, generando una mixtura con importante densidad de sentido. Pero aquello que hoy gozamos en calidad de “realidad casi indiscutible,” fue vedado por generaciones y generaciones. Durante centenares de años, la geografía y el símbolo se disociaron, y las calles que hoy podemos caminar y habitar, antaño fueron transformadas en la utopía que condensaba aquellas aspiraciones de un futuro mejor. Es por ello que en este contexto será interesante resaltar cómo aun cuando los judíos no podían acercarse a la ciudad, supieron rescatar su figura y dotarla de sentido trascendente.
Es indudable que una gran cantidad de textos judíos definen y posicionan a Jerusalem como centro del mundo. Leemos por ejemplo en el Midrash Tanjumá, Perashat Kedoshim: “Al igual que el ombligo se encuentra en el centro del cuerpo del hombre, así la Tierra de Israel es el ombligo del mundo […] La Tierra de Israel se asienta en el centro del mundo, y Jerusalem en el centro de la Tierra de Israel, y el Templo en el centro de Jerusalem, y el Santuario en el centro del Templo, y el Arca de la Alianza en el centro del Santuario, y la Piedra Fundamental delante del Arca de la Alianza, y sobre ella el mundo fue establecido.”
La idea de Jerusalem como “ombligo del mundo” no es una novedad establecida por el Midrash. Ya el profeta Ezequiel parecería indicar que el pueblo de Israel reside en el centro de la tierra (vean el capítulo 38, y en especial el versículo 12). Y en el libro de los Jubileos, escrito unos 200 años antes de la era común, se nos cuenta que Noaj luego del diluvio entendió que “el Jardín del Edén era el sancta sanctorum, y el lugar en donde moraba D’s; el Monte Sinaí era el centro del desierto; y el Monte Sión el centro del ombligo de la tierra” (8:19). De tal forma influyó esta idea en el pensamiento occidental, que hacia fines del siglo XVI, nos podemos encontrar con el siguiente mapa, realizado por Heinrich Bünting en Hannover:
Bünting definió al mundo como un trébol. Volviendo a nuestro Midrash, podemos entender al mundo como una estructura concéntrica, la cual encuentra su equilibrio en el vértice conformado por Jerusalem. No solamente hablamos del centro del universo, sino también del punto fundamental desde donde todo el mundo fue creado. De esta manera, Jerusalem queda proyectada en el imaginario colectivo como sostén y fundamento, como centro y cimiento, de todo lo demás.
Hacia dicho centro neurálgico el judío retorna al menos tres veces por día, sin importar su ubicación terrenal. Parafraseando lo escrito en el Talmud (Berajot 30a), aquel que se encuentra viviendo en la diáspora debe orientar su corazón hacia Israel, aquel que se encuentra en Israel debe orientarse hacia Jerusalem, y aquel que se encuentra en Jerusalem debe rezar hacia el Templo. ¿Y por qué es tan importante todo esto? Porque como dice el texto, de esta manera todo el Pueblo de Israel orienta su corazón hacia un mismo lugar. Mientras que el Sidur propone un texto unificado que liga generaciones y geografías sin importar tiempos ni distancias, el horizonte compartido encarnado por la ciudad de Jerusalem conjuga las miradas y aspiraciones de una común unidad que trasciende toda diáspora. De esta manera, la re-unión de los dispersos se realiza no en tiempos antológicamente diferentes a los nuestros, sino cada día que nos proponemos elevar nuestra visión hacia un mismo objetivo. Ese objetivo, en nuestra tradición, se simboliza y representa en Jerusalem.
Asimismo, y en sintonía con lo que hemos venido diciendo hasta aquí, no es casual que para nuestros sabios Jerusalem haya sido el paradigma por antonomasia de la belleza. “Quien no vio a Jerusalem en su esplendor, no ha visto una ciudad bella en el mundo” nos dicen en el Tratado de Sucáh (51b). “Diez medidas de belleza descendieron al mundo, – insisten en el Tratado de Kidushin (49b) – nueve fueron para Jerusalem, y la décima para el resto del mundo.”
Con fracciones tan claras y definidas, se me ocurren dos hipótesis: podemos entender expresiones tan significativas sobre la hermosura de Jerusalem como testimonios fidedignos de aquellos que vivieron en tiempos previos a la destrucción del Segundo Templo, testimonios que fueron pasando de generación en generación, hasta encontrar su lugar en el mar talmúdico. Pero también podríamos aventurarnos por un camino alternativo, camino al que ya hemos aludido, y que nos presentaría las descripciones que hemos leído como proyecciones de un espacio que los sabios nunca llegaron a ocupar. Es decir, existe la posibilidad de que las fracciones que marcan una diferencia abismal entre Jerusalem y el resto del mundo no hayan sido gestadas por hombres que vivieron la ciudad, sino por aquellos que proyectaron en ella un espacio utópico, un horizonte ideal. De acuerdo a lo que seguiremos viendo más adelante, la belleza que concentra Jerusalem no será solo estética, sino existencial.
Yo no solo les propongo que tomemos el segundo de los caminos sugeridos, sino que iré un paso adelante al afirmar que la monumental hermosura de Jerusalem se potencia y crece luego de la mayor de las catástrofes ocurridas allí en los últimos 2000 años de historia: la destrucción de la ciudad a manos de los romanos en el año 70 de la era común. El espacio destruido se transformó gradualmente en la posibilidad potencial de un nuevo Jardín del Edén. La ciudad cerrada se tornó en utopía de apertura y redención, de mesianismo y liberación.
Fue a la sombra de la muerte y la desolación que el símbolo comenzó a crecer. No porque Jerusalem no haya sido un espacio central en la vida judía previa a la caída del Segundo Templo. Más aun, lo contrario es cierto. Pero la destrucción, el alejamiento de aquel lugar especial, y la disociación de lo que era considerado el centro ritual judío hasta ese momento, devinieron en una Jerusalem posicionada como la aspiración de un cambio radical en la estructuración del mundo tal y como lo conocemos. Indudablemente, es por ello que en el Talmud leemos frases tan categóricas como la que sostiene que luego de la destrucción de la ciudad, el mismo D’s dejó de sonreír (Avodá Zara 3b). Es por ello también, que el énfasis que nuestros textos hacen sobre las esperanzas de redención orientadas a Jerusalem son párrafos que bien vale la pena analizar con detenimiento.
Decíamos anteriormente que tres veces al día el judío torna su corazón hacia la utópica ciudad. Parte integral de la Amida, el rezo central que nuestra tradición nos propone conocer y apropiar, es una bendición enfocada a la renovación del espacio otrora destruido:
“Y a la ciudad de Jerusalem, Tu ciudad, retorna con amor maternal y mora en ella como has prometido; reconstrúyela para siempre prontamente en nuestros días, e instituye en ella el trono de David. Bendito eres Tú, D’s nuestro, constructor de Jerusalem.”
El texto es pequeño, mas las implicaciones son grandes. Para empezar, nadie retorna al lugar de donde nunca se ha ido. Teológicamente, esto significa que para la tradición de Israel, o más específicamente para el grupo de personas que escribió esta bendición, D’s no reside ni mora en la ciudad. O bien D’s abandonó Jerusalem, o bien D’s también fue expulsado de allí. Las palabras de Abraham Joshua Heschel z”l, en referencia al mundo entero, creo que aplican también al espacio delimitado por lo que Jerusalem simboliza:
“La voluntad divina es la de estar aquí, manifiesta y cercana; pero cuando las puertas del mundo son cerradas de un golpe frente a Él, Su verdad es traicionada, y Su voluntad desafiada, Él se retira, dejando al hombre consigo mismo. D’s no se retiró por propia voluntad; D’s fue expulsado. D’s vive en el exilio.” (1)
Heschel es claro: es el hombre – en su acción y en su omisión – el responsable de haber expulsado a D’s, ya sea del mundo entero, ya sea de la ciudad de Jerusalem. Por lo tanto, y volviendo a la bendición de la Amida, la posibilidad de que D’s retorne al lugar de donde se fue (a voluntad o por coerción) dependerá en gran medida de dos factores, cuando creo que el principal – aunque tácito – es que el hombre trabaje para generar las coyunturas que permitan el reingreso de D’s en los espacios abandonados.
El segundo factor se relaciona con el pedido que quien reza le hace a D’s, para que su retorno esté fundamentado en lo que hemos dado en traducir por “amor maternal.” La palabra hebrea “Rajamim” – muchas veces (mal) traducida como “misericordia” – proviene de la misma raíz hebrea que la palabra “útero” (rejem). Por lo tanto, el amor divino al que apelamos a la hora de pedirle a D’s que retorne a su mundo y a su ciudad tiene que ver con un amor que solo una madre tiene para con su hijo. A la hora de articular el regreso de D’s, el pueblo judío se conecta con el aspecto femenino de la divinidad. Al apelar, lo hacemos en calidad de hijos, pero no hablándole a un padre, sino invocando a una madre. Y para aquellos que crean que demasiado lejos nos hemos ido en nuestro hincapié respecto del lenguaje, vale la pena leer lo que ya hemos escrito sobre la relación entre la mujer, el ritual, la forma en la que hablamos, y los contextos culturales que constantemente generamos. (2)
Sin embargo, al volver a la Amida vemos que también invocamos a D’s en calidad de constructor. Debe retornar con amor maternal, pero dicho regreso implica también un posicionamiento en calidad de constructor. Recordemos que la ciudad ha quedado desolada y destruida, y que al volver D’s, el pueblo judío en particular y la humanidad en general cuentan con un socio trascendente para comenzar a edificar. De entre todas las metáforas que podrían haber elegido nuestros sabios, creo que el haber descrito a D’s como constructor es sin dudas un acierto. Porque si la ciudad simboliza la posibilidad potencial de un espacio mejor y de un lugar diferente, el definir al Creador como Constructor nos habla también del rol que el texto pretende de nosotros. Porque no nos olvidemos que hemos sido creados a Su imagen y semejanza, lo que significa que si D’s construye, nosotros debemos construir. D’s no solo retorna y construye, sino que deviene en espejo que nos muestra aquello que nosotros debemos hacer para que la ciudad vuelva a levantarse, y para que Él pueda reaparecer en nuestras vidas.
De esta manera es que debemos entender – sumado a todos los textos que hemos ido citando en este artículo – la predicción del Midrash conocido como Avot de Rabí Natan (35), cuando dice que en un futuro, en la ciudad de Jerusalem se reunirán todos los pueblos y todos los reinados. Es decir, solo en el momento en que generamos las coyunturas que posibilitan transformar el espacio geográfico en horizonte existencial, dejamos de pelearnos por los centímetros de tierra y reconocemos que el espacio redentor se encuentra en la posibilidad de reconocernos como hijos de un mismo D's. Aquel D’s exiliado retorna al mundo al ver que sus hijos se reencuentran al mirarse a los ojos. Aquella ciudad fundamental vuelve a renacer de sus cenizas cuando los hermanos pueden sentarse a la misma mesa. Aquella esperanza metafísica abandona su condición de inalcanzable cuando a través de acciones concretas manifestamos la presencia divina en la obra de nuestras manos.
En los párrafos compartidos hemos intentado mezclar deliberadamente las geografías y los símbolos, los ladrillos y las utopías. Lo hemos hecho a conciencia, partiendo de la base de que no se puede disociar entre la Jerusalem Terrena, y la Jerusalem Celestial. Alienar los caminos que habitamos y olvidarnos de los símbolos que éstos irradian es alejarnos de todo aquello por lo que debemos trabajar. Asimismo, elevar nuestros ojos hacia un horizonte utópico e imposible esperando que otros realicen la tarea, o que nos llegue por gracia divina en tiempos ontológicamente diferentes, es un acto escapista que nuestra tradición no nos permite. Siendo así, vale la pena ir concluyendo nuestro andar, citando las palabras de Rabí Iojanan, quien estaba en lo cierto al afirmar que “el Santo Bendito Sea dijo: No moraré en la Jerusalem Celestial hasta que no resida en la Jerusalem Terrena” (Taanit 5a).
De nosotros, junto a Su valiosa ayuda, depende construir en estas tierras el Reino de los Cielos. No podemos disociarnos de nuestros ideales, y no podemos esperar que otros realicen la obra en nuestro lugar. Nuestra tradición nos enseña que Jerusalem – Terrena/Celestial – se edifica día a día. Y el Talmud (Berajot 64a) nos recuerda que aquellos que verdaderamente somos hijos (“banaij”) no podemos ni debemos desentendernos de nuestro rol de constructores (“bonaij”).
Manos a la obra, y que D’s nos ayude para que algún día podamos juntos habitar las calles de Ierushalaim.
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(1) A. J. Heschel, Man is not alone, New York, 1951, pp. 153-154. El énfasis es parte del texto original.
(2) Si estas interesado en el tema, puedes consultar el articulo “¿Las mujeres cuentan? Cuando lo que cuenta es el Lenguaje…” (Kullock, 2007) realizando una búsqueda en la pagina principal del sitio.