Cuerpo y Alma
Lo primero que
vi en la escuela de medicina fue un hombre muerto. Desde aquel día en la sala
de disección de anatomía, cuando retiré la pesada sábana del cadáver que me disponía
a disecar, todo pareció diferente.
Había empezado a cuestionarme en busca de
propósito y sentido, escudriñando a diario dentro del cuerpo humano,
descubriendo sus maravillas, y, simultáneamente, enfrentando la muerte,
expuesto a un vago vacío.
Este parecía
desafiarme, exigiéndome que me examinara a mí mismo y definiera hacia dónde me
dirigía. Se trataba de un hombre joven; la inscripción sobre la sábana decía:
“Causa de la muerte: desconocida”. Y entonces, de algún modo, él era yo.
Incluso la mejor escuela de medicina, lo que en realidad enseña es, a lo sumo,
“plomería sofisticada”, pero no responde a las preguntas existenciales. Si algo
hace es plantearlas, presentando paradojas: el hombre es una criatura
accidental que desciende en forma remota de ameba y estrechamente emparentada
con un simio; y, aun así, su vida es digna de ser salvada. Eso no tenía ningún
sentido.
Hasta entonces
jamás había pensado mucho más allá de mí mismo; no andaba buscando nada en
forma especial y, quizá debido a que mi vida era extremadamente plena día a
día, la cuestión del significado fundamental jamás me había perturbado.
Crecí en el
regazo del lujo de Sudáfrica sin que nada me faltara: dinero, sirvientes que lo
hacían todo desde lustrar zapatos hasta servir el desayuno en la cama, fines de
semana en la cancha de tenis y en la piscina, vacaciones en las extraordinarias
playas de Cape, o de safari en los parques nacionales de reserva natural:
diversión sin fin.
En resumen,
toda la cómoda elegancia de Sudáfrica. Tenía tres motocicletas antes de haber
cumplido dieciocho años, y un convertible italiano. Pasé un año en los Estados
Unidos gracias a una beca de intercambio de estudiantes y estudié medicina.
Pero más importante aún que todo eso eran mis amigos, individuos excepcionales,
compenetrados con mucho más que los típicos asuntos que interesan a la
juventud. Nuestras amistades eran profundas y perdurables, nuestra lealtad,
inquebrantable (y lo sigue siendo). Tuve todo lo que quise y, además, lo
disfruté.
Pero en aquel
entonces la vida y la muerte habían pasado a ser cuestiones reales, y el drama
de la práctica médica las magnificaba más aún. Desempeñándome como interno de
un atareado hospital, lo sentí más intensamente todavía; las decisiones en
cuanto al tratamiento a aplicar eran tomadas por los especialistas, aunque era
el interno quien por la noche permanecía junto a la cama del paciente
agonizante sosteniéndole la mano.
El crudo drama
del quirófano también dejó una marca profunda: mi adiestramiento en cirugía fue
en hospitales de los distritos de personas de color de Johannesburgo, y la
experiencia fue imborrable.
En Baragwanath,
el mayor hospital de África que atiende al millón de habitantes que residen en
Soweto, los fines de semana son un continuo flujo de emergencias quirúrgicas,
en su mayoría como resultado de los actos de violencia del distrito. En el
departamento de urgencias quirúrgicas, los internos suturan gigantescas heridas
(los camilleros se ocupan de cualquier herida de menor gravedad: los médicos no
darían abasto), en un sitio al que se le conoce como “La Fosa”.
El escenario se
asemeja a la secuela de una batalla, y uno jamás está suficientemente seguro de
cómo cada paciente debe ser tratado. Una tarde de fin de semana, uno de los
jefes de cirugía con muchos años de experiencia –quien casualmente era judío–
atravesaba “La Fosa” en dirección a otra sala, cuando, de pronto, un paciente
inmóvil en una camilla le llamó la atención. Se inclinó unos instantes sobre el
hombre, y acto seguido le susurró a su interno: “Pásame un cuchillo”. El
sorprendido interno le pasó un bisturí. Sin ceremonias y en el acto abrió el
pecho del paciente, recomponiendo el corazón que había sido apuñalado. El
hombre vivió.
Pero el
resultado no siempre era tan bueno. Cierta ocasión, en otro hospital, después
que nuestra unidad quirúrgica estuvo toda la noche de guardia en el quirófano,
luchando por salvar la vida del cabecilla de una pandilla callejera, a quien la
banda rival le había infligido copiosas puñaladas, se corrió la voz de que la cirugía
había sido exitosa y que el hombre viviría. Aquella tarde, durante el horario
de visita, la pandilla enemiga llegó a hacerle una “visita”: rodearon su cama,
y, mientras las enfermeras se dispersaban y los pacientes se escondían debajo
de sus camas, lo acabaron a hachazos.
Una formación
secular no proporciona un marco coherente para lidiar con las cuestiones que se
suscitan a partir de estas experiencias, y yo notaba que mi sentido de
intranquilidad existencial crecía. Durante mi tercer año en la escuela médica,
estudiando patología y microbiología, y teniendo reducido contacto con
pacientes vivos, atravesé una ligera crisis de identidad y rumbo, y comencé a
cuestionarme si la medicina siquiera era para mí, pero sin vislumbrar ninguna
alternativa clara, capaz de llenar mi necesidad.
Mis amigos
cercanos experimentaban calvarios similares y nuestra generación en general
atravesaba un nebuloso período sin definición. Lo que siempre nos hacía más
conscientes de este estado de ánimo era la música. Siempre estuvimos ligados a
la música y nos empapábamos en ella, seguros de que en alguna parte de este
álbum o el próximo las respuestas llegarían; era en la música que nuestras
emociones convergían.
La cultura popular le había dado espacio a la música de
protesta de los años sesenta, y habíamos sido arrastrados por el enojo que
prevalecía contra el sistema, la feroz determinación por retornar a la
integridad. Dylan lo había dicho todo y fueron días embriagados con la ilusión
de propósito. Pero “los setenta” no trajeron ninguna respuesta.
El Rock and
roll había sido una digresión inarticulada, y a medida que la década progresaba
era claro que el vacío de la sociedad occidental había quedado expuesto frente
a nosotros, sin nadie que ofreciera alternativas. La embrujadora música que
promovía la liberación de la juventud quedó a su vez embrujada. Un período de
desintegración empezó, un movimiento de diversos cultos, y un escape
generalizado a través de las drogas; nada parecía claro, y teníamos la
imperiosa necesidad de un definitivo punto de contacto con la realidad.
Por aquella
época, en el campus universitario había comenzado una serie de clases sobre Halajot
para médicos que dictaba un rabino del kolel de la comunidad, y después otra
sobre judaísmo en general que impartió cierto arquitecto, quien probablemente
inspiró más baalé teshuvá que nadie en Sudáfrica y muy probablemente en
cualquier otro sitio.
El disertó
sobre Torá y estudio, sobre la belleza de las relaciones humanas y el
matrimonio en el marco de la Torá, sobre desarrollo personal y propósito en la
vida. A través de su simple y ameno estilo empecé a percibir claramente la
dicotomía existente entre el mundo de la Torá y el secular, las arenas
movedizas del utilitarismo y la permisividad que se deslizan hacia la falta de
valores, por una parte, y la sublime elevación, el llegar a estar por encima y
más allá del propio ser y bloquearse en una dimensión de plenitud, por la otra.
(Extraído
de Anatomía de una Búsqueda. Edit. Jerusalem de México)
Akiva Tatz