domingo, abril 25, 2010

Buchenwald: la despedida de un escritor al infierno del Holocausto[1]


         Jorge Semprún, brillante autor madrileño de 86 años, rememoró el infierno nazi en el campo de concentración donde estuvo preso. Lo cuenta uno de los más prestigiosos periodistas de España.
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Buchenwald, el campo de concentración nazi en el que estuvo preso el escritor español Jorge Semprún, ahora de 86 años, tenía una horripilante rutina que el autor de La escritura o la vida contó así en ese libro memorable sobre su experiencia en este vértice terrible del "triángulo del infierno nazi": "Podría contarse", escribe Semprún, "un día cualquiera, empezando por el despertar a las cuatro y media de la madrugada, hasta la hora del toque de queda: el trabajo agobiante, el hambre perpetua, la falta permanente de sueño, las vejaciones de los Kapos, las faenas en las letrinas, la schlage [las torturas] de los S.S., el trabajo en cadena en las fábricas de armamento, el humo del crematorio, las ejecuciones públicas, los recuentos interminables bajo la nieve de los inviernos, el agotamiento, la muerte de los compañeros, sin por ello llegar a rozar lo esencial ni desvelar el misterio glacial de esta experiencia, su oscura verdad radiante: la ténèbre qui nous était éclue en partage. Que le ha tocado en suerte al hombre, desde toda la eternidad. O mejor dicho, desde toda su historicidad".

Si se visita Buchenwald en tiempo invernal esa descripción alcanza los niveles más tremendos de metáfora del sufrimiento humano. En La escritura o la vida Semprún describe el 11 de abril de 1945, cuando dos soldados, judíos norteamericanos, fueron a liberarles del atroz confinamiento; en Buchenwald era primavera y nevaba hasta los huesos. 65 años más tarde, como si la meteorología se uniera a estos fastos grisáceos de la conmemoración, el día, que había sido soleado la víspera, se vistió del mismo luto oscuro que entonces los presos y sus liberadores compensaron con el júbilo de la libertad.

Ahora, otra vez, nevaba ligeramente, pero el frío calaba los huesos y dañaba como un disparo de nieve. Los que estábamos allí, asistiendo como advenedizos a la conmemoración del final de aquel desastre que tuvo durante años ateridos y atemorizados y torturados a miles de jóvenes antifascistas o resistentes, y a novecientos niños, teníamos vergüenza de declarar nuestro propio frío; así que, ateridos, asombrados por la historia y aterrorizados por lo que André Malraux llamaba "el Mal contra toda fraternidad", miramos maravillados como gente de 86 años (la edad de Semprún y de otros compañeros suyos) y aún más viejos (había un austríaco de 104 años) asistían impertérritos a la recuperación de una memoria que debe infligirles un nuevo dolor.

Se lo pregunté a Semprún unos días después: cómo se sintió. Él había pronunciado, de pie derecho, a pesar de los dolores que acompañan ahora sus piernas de andarín cansado, un discurso extraordinario, comprensivo con la historia pero rabioso porque se haya producido, generoso con el futuro pero ardiente defensor de la memoria del pasado, para que no se repita. Lo observé durante largo rato, mientras otros asistentes a esta conmemoración de los 65 años de la libertad en Buchenwald decían sus propios parlamentos; se arreglaba su abrigo oscuro, se ajustaba una manta de manchas blancas y negras que tenían todos los supervivientes del campo, y miraba con una atención que se parece a su literatura: minuciosa, dubitativa pero firme, sus ojos vivos fijándose en cada detalle como si estuviera cazando una presa difícil que luego será un dato o una emoción de la memoria en sus libros.

¿Cómo se sintió? Me lo dijo unos días después, cuando ya estaba en su casa de París, habiendo sufrido aquella inclemencia del tiempo en Buchenwald, donde un día sufrió la inclemencia de la historia. Dijo: "Sentí una mezcla de emoción y de horror. Como si me preguntara qué hago yo aquí, en un lugar donde lo paso muy mal, y donde lo paso mal. Pero aquí también, me dije, inauguré mis veinte años, aquí en cierto modo comenzó mi vida, o comenzó de nuevo, y aquí decidí una lucha que ya fue la lucha de mi vida. O sea que sabía que estaba en contacto con un recuerdo áspero, difícil, pero allí está mi memoria, cómo no ir a Buchenwald".

En la memoria de lo que dice hay un texto escalofriante que escribió Semprún unos días antes de este último viaje a Buchenwald. Lo publicó primero en Le Monde de París, y después lo publicó El País de Madrid; en él explicaba el escritor que fue guionista de Costa-Gavras y de Yves Montand, resistente, comunista militante y clandestino en su país de nacimiento, España, en cuyo Gobierno socialista, ya en democracia, fue ministro de Cultura., en él explicaba que sería la última vez que iba a Buchenwald, donde estas conmemoraciones se hacen cada cinco años. Y así era de escalofriante su confesión, que sus amigos y los que no le conocen recibieron como la carta de despedida de un testigo del siglo XX: "Por última vez, pues, el 11 de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte, sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez -que en este caso concreto es la misma cosa-, por última vez, diré lo que creo que tengo que decir".

Lo dijo. Fue escalofriante. Antes que él habían hablado los políticos de Alemania y de Weimar; en aquel paisaje atormentado por la historia pero embellecido por la memoria de Goethe, que paseó por estos parajes derrotados por la inclemencia de la maldad humana, la voz de Semprún sonó firme y grave, doblemente histórica, porque lo que decía estaba cincelado por una sinceridad que nacía de la misma emoción que aquella frase sobre su despedida de Buchenwald e incluso de la vida.

Dijo Semprún, en su homenaje a los dos jóvenes soldados norteamericanos judíos que el 11 de abril de hace 65 años llevaron al campo la noticia de la libertad: "[No] sabemos lo que pensaron los dos americanos al bajarse del jeep y contemplar la inscripción en letras de hierro forjado que se encuentra en la verja del portal de Buchenwald: Jeden das Seine. No sabemos si tuvieron tiempo de tomar nota mentalmente de tamaño cinismo, criminal y arrogante. ¡Una sentencia que alude a la igualdad entre seres humanos, a la entrada de un campo de concentración, lugar mortífero, lugar consagrado a la injusticia más arbitraria y brutal, donde sólo existía para los deportados la igualdad ante la muerte".

Y culminaba su discurso, alzado sobre sus piernas doloridas, aterido de frío, pero sin guantes, firme la cabeza blanca ante la mirada de los que, como él, fueron heridos por la misma ignominia: "Hoy, tantos años después, en este dramático espacio del Appelplatz de Buchenwald. En la frontera última de una vida de certidumbres destruidas, de ilusiones mantenidas contra viento y marea, permítanme un recuerdo sereno y fraternal hacia aquel joven portador de bazooka de 22 años".

Él era ese joven portador, y como los demás liberados por estos judíos norteamericanos a los que rindió homenaje recorrió lleno de júbilo lo que ya era el escenario difícil pero gozoso de la posguerra.

Cómo no iba a volver Semprún a Buchenwald. Lo encontré el día anterior, en el aeropuerto de Francfort; había hecho un viaje más o menos placentero desde París, pero desde el avión hasta la salida de los pasajeros el autor de El largo viaje pasó un verdadero calvario, como le ocurrió a la vuelta, porque ya sus piernas no están para estos trotes. Pero ahí estaba. Le recibía una joven historiadora del infierno nazi, Johanna Wensch, nieta de nazi y por ello -eso me lo dijo-interesada en saber qué pasó por aquellas mentes para participar en el infierno. "Pasó la cobardía", me dijo, y explicó su trabajo actual, organizando exposiciones para contar la ignominia a las generaciones que tienen su edad o menos: "Conmemorar", me dijo, "conduce a la amistad", a la comprensión. Y para conmemorar venía Semprún, es decir, para afirmar, desde la memoria, la voluntad de rectificación que tiene la historia.

Se encontró con un centenar largo de sobrevivientes, entre los cuales estaban dos españoles, un cordobés, Virgilio Peña, que ahora tiene 96 años ("más años que un olivo"), y un asturiano de Pola de Siero, Vicente García, de 86 (como Semprún); entonces eran antifascistas, republicanos españoles; después de Buchenwald uno fue carpintero y el otro se hizo maestro albañil.

Virgilio cuenta el júbilo de aquel 11 de abril, Vicente tiene en la solapa el emblema de los supervivientes de Buchenwald: ese emblema recuerda el heroísmo de un antifascista alemán que se negó a delatar a compañeros saboteadores, y por ello fue ajusticiado por los nazis. En el pin que me regala está el número de aquel preso: 178.284, sobreimpreso junto a las barras del uniforme de los cautivos y el triángulo rojo sobre el que se imprimían las iniciales de las nacionalidades de los cautivos. Ellos tenían una S, de España. Eran rojos españoles, así los llamaban.

Después de este último viaje a Buchenwald le pregunté a Semprún qué significa hoy este emblema que ahora supone la memoria que ellos vivieron allí. Y me dijo: "Fueron experiencias terribles, y las más terribles ocurrieron en los campos de Polonia. Pero todos, Buchenwald también, por descontado, son símbolo de la opresión que se sigue haciendo en el mundo y no sólo por razones de raza, como ocurría aquí mayormente. Y Buchenwald, no lo olvidemos, no fue sólo campo nazi: luego fue campo estaliniano, aquí hizo sus represiones el régimen de Stalin, y fue campo de concentración de la República Democrática Alemana. De modo que esta es una metáfora muy completa del horror que desata el Mal. Pero lo que aquí se aplica se ha aplicado y se aplica en muchas partes del mundo. Los argentinos pueden encontrar su Buchenwald, los españoles lo tenemos en la memoria, los chilenos lo tienen también cercano. Estos días en Buchenwald me encontré con una chica chilena que estudia el pasado terrible que representa este campo. Y le pregunté qué hacía aquí. Me dijo: 'Aquí puedo comprender también lo que nos pasó en Chile'."

La memoria es la vida. Cuando dejé Buchenwald, aterido aún de frío, unos jóvenes alemanes se iban también, y llevaban en la capota de sus coches, ondeando, dos banderas republicanas españolas. Pasa el tiempo, pero la memoria siempre está ondeando, como la escritura de Semprún, como La escritura o la vida. Esa memoria, ese libro, aquella gente, es lo que nos impedía decir que sentíamos frío en la atmósfera gélida del campo de concentración. Daba como vergüenza ser tan humanos en un lugar en el que hubo tantos héroes.

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[1] De la reclusión a la "solución final"

Buchenwald. Inaugurado en julio de 1937 a unos 300 kilómetros de Berlín, en Alemania, fue uno de los campos de concentración más grandes del régimen nazi. Aunque en un principio solo recibía presos varones, desde 1944 también admitió mujeres. Durante la Segunda Guerra Mundial su población superó las 100.000 personas, que eran obligadas a trabajos forzados en fábricas y canteras operadas por las SS. Desde 1942, unas 56.000 personas fueron asesinadas en Buchenwald, y otras miles fueron enviadas a otros centros de exterminio. Cuando el ejércido estadounidense liberó el campo, el 11 de abril de 1945 -hace 65 años- había más de 20.000 prisioneros.